La Escuela de Flechas Navales en el chalet de Blasco Ibáñez
«Pasando la línea de los chalets al final de la playa estaba Casa Carmela junto a una villa pompeyana que era, según se decía, del escritor Blasco Ibáñez aunque ahora estaba medio abandonada después de haber sido incautada por la Falange y en ella campaban juntos los últimos Flechas Navales y los primeros gitanos».
Tranvía a la Malvarrosa
Manuel Vicent
«Las flechas Navales instalaron en «La Malvarrosa» su Escuela. En la Prensa se publicó que gracias a las buenas gestiones del señor Gobernador Planas de Tovar se había conseguido una magnífica finca para la Escuela.
El jardín, que tantos recuerdos guardaba para mí, fue arrasado y convertido en un campo de fútbol, el opio que Franco dio a su pueblo. Las cariátides de la terraza pompeyana fueron suprimidas, quizá por considerarlas inmorales, así como también las estatuas del jardín.
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Como es natural, toda la distribución interior de la casa fue modificada. La galería pompeyana quedó cerrada por muros con ventanas y lo que fue la casa de un gran artista se convirtió en un cuartel. Allí estuvieron Flechas Navales sin pagar un céntimo veinte años, desde enero de 1942 hasta el 21 de febrero de 1962, año en que quedó terminada la nueva Escuela en el puerto de Valencia, y a donde se trasladaron, abandonando los restos de «La Malvarrosa» con todos los cristales rotos, los dos pararrayos arrancados, el pozo artesiano destruido y un destrozo general que daba pena verlo.
A mi vuelta del exilio, después de treinta y seis años, un día me armé de valor y fui a ver «La Malvarrosa»; me hizo el efecto de que el caballo de Atila había galopado sobre ella.
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Cuando, por fin, se fueron los Flechas Navales obligaron a mi hijo a firmar un documento en el que se lavaban las manos de los destrozos producidos en la finca, afirmando que, mientras habían hecho el traslado a la nueva Escuela, habían entrado unos maleantes, destrozándolo todo. Como es natural, mi hijo, antes de exponerse a volver a la cárcel por segunda vez, firmó. La lectura de dicho documento hace reír, por no llorar. ¿Cómo es posible que unos maleantes pudieran en unas horas modificar la estructura de una casa, arrasar un jardín y cegar un pozo artesiano?
Los Flechas Navales haciendo gimnasia frente al chalet de Blasco Ibáñez
http://lamalva-rosaenblancinegre.blogspot.com/
Fue nuestra otra vez «La Malvarrosa», pero había quedado inhabitable y no podíamos volverla a su primitivo estado, pues para ello se necesitaba un capital de que carecíamos».
Libertad Blasco - Ibáñez Blasco
Revista "Blanco y negro". 19 de octubre de 1977
El chalet de Blanch
Luis Blanch García, nacido hacia 1866, compró un solar en la Malvarrosa en 1923. Era un solar grande, de 897 metros y con una fachada de 15'6 metros. Cogía desde la Avenida de la Malvarrosa hasta Antonio Ponz, a lo largo de la actual calle Fuente Encarrós. Es decir, lo que fue el Colegio María Carbonell y ahora es la Universitat Popular. Era contratista de obra, profesión más que suficiente en la época para destacar entre sus vecinos, que lo recuerdan como "un señor de porte", con carruaje y varias doncellas.
Durante la Guerra Civil se habilitó en él una pequeña cárcel para mujeres.
Acabada la guerra fue comprado por la Falange como " sucursal" del ocupado chalet de Blasco Ibáñez. Se usaba como dormitorio de algún profesor o de algunos otros falangistas, sobre todo los internos o los que venían de campamento durante los veranos.
Historia de la Malvarrosa
Antonio Sanchis Pallarés
Falla Malvarrosa junto al chalet. Años 50
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Los niños calafates de La Malvarrosa
«A la profunda verdad dorsiana de que la enfermedad propia de las civilizaciones muy complicadas es perecerse por los encantos de la inocencia, corresponde aquella deliciosa chuscada con que Benito Mussolini explicaba a Rene Benjamín la pasión demográfica de un régimen que a casi todos dio el chasco.
En Roma se veían entonces tantos bebés mirando .el limpio cielo .tumbados en sus coches, que el himno nacional parecía resonar más a sonajero que a trompeta. Y aquel hombre fuerte—¡válgame Dios!-— pasó revista desde arriba al gran despliegue y pululación municipal de "chachas", y dijo como un padre contento:
—El niño enriquece al país. El niño es un formidable consumidor que lo destruye todo. Destruye sus libros, sus vestidos, sus juguetes... Y, además, come.
Si después, en las postrimerías de la guerra, los niños han ascendido hasta la categoría de objetivo militar, carne de bombardero y brazo armado de la patria, ello sería culpa de una economía industrial que se puso a fabricar balas donde antes confeccionaba perinolas. Entre ambas soluciones del niño, la del que hace la gloria del bazar y la del que puebla la Caja de Reclutamiento, hay una versión española de nuestro tiempo, que consiste en tomarlo apenas empieza a ser un pequeño hombre complicado; darle en serio la herramienta, el morral a la intemperie, el cantar y la lección en que la Historia y la vida resultan un jarabe amargo para personas mayores; y hacer que el halda de la madre le dé permiso para tenerse derecho hasta entrar en quintas. Así resultan unos niños atléticos, camperos y aeromodelistas. Autárquicos, en cuanto fabrican sus propios juguetes, libran a la infancia de esa doliente expectativa que hace tan triste a la Pedagogía, convierten la niñez en un escalón viril previo a la plenitud de derechos y angustias. Y, además, comen. Si luego resultaran unos hombres zangolotinos, pedantes y furisos, habría que echar la culpa a la tenacidad del pecado original y no al Frente de Juventudes.
Pues en una mañana de primavera he visto casi doscientos chicos vestidos de marineros ocupando muy afanados con lo suyo el palacete que Blasco Ibáñez habitó en la playa valenciana de la Malvarrosa. Lo suyo es algo así como una sucursal infantil de toda la gran diversidad del mundo marítimo, desde el vuelo de la nube a la profundidad del bentós, pasando por la criatura, y rey de las aguas que es el vapor. Subí de prisa por aquélla escalera que tantas veces asaltó de tres en tres escalones la tormentosa vitalidad del novelista, y en un corte vertical de la deleitosa vivienda contemplé: un sacerdote joven enseñando a los niños el modo de estar a solas con Dios en la problemática quietud de los mares; pues siendo tan propia de los profesionales del mar la condición "espirituosa y tediosa, sólo la piedad podrá estabilizarlos en las borrascas de la soledad y en las marejadillas de puerto. En el piso de más abajo asistí a la clase de electricidad marítima, a la de matemáticas y navegación. Por la ventana entraba, con la mañana, azul y verde, un rumor de olas, de pájaros y árboles gigantescos. Las voces de aquellos pilletes de ribera se abrían como para dectr un taco, y hablaban de derivas, de reostatos y turboalternadores. Resultaban lenguas de ingeniero. El profesor, técnico y curtido como el maquinista de un navio, les explicaba con logaritmos amenos, si los hay, la piratería de la "onda negativa", el potente cachete de la hélice contra eloleaje. Los niños, absortos, bebían literalmente la lección. Nunca creí que el mundo maravilloso del filibustero y la sirena pudiera enseñarse con raíces cuadradas.
En la planta baja funcionaban los talleres. Bajo la dirección de un maestro joven, con perfil de piloto, allí trabajaban, reconcentrados y estrepitosos, el chaval que talla una goleta con el mismo sentido de responsabilidad que si armara el "Normandie", el aprendiz que tornea un cojinete y gana ya su jornal diario, y el niño-artesano que dibuja, forja, embraga y esmerila una pieza de acero para que la Unión Naval de Levante se la coloque en serio a un barco grande. Calafates, patrones, cantantes, señaleros, aquellos príncipes astrosos en la aclocracia del Cabañal eran en la Malvarrosa unos ciudadanos asombrosos, y la casa del novelista vibraba junto a la mansedumbre de las olas hecha un arsenal azul,, donde gruñía contento el cachorro marítimo de España.
De sus padres, los cargadores del puerto, los peones pobres, supe, por lo que ellos mismos me dijeron, que, aunque se hundiera España, no querrían ver a los chicos en otra parte. Como en la teoría fluyente de la Física de Heráclito, el polvo del tribuno Blasco, que llegó a cegarles los ojos, se había convertido y reintegrado a la Patria, sin morir en aquellas poleas, naves y banderas. "Visantet", el que fastidió a España porque la amaba, llora y sonríe desde su vejez lejana, más allá de las nubes».
José Antonio Torreblanca
ABC 15 de agosto de 1945
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